martes, 26 de abril de 2011

CUENTOS DE "LA CATEDRAL SUMERGIDA"1984

La madrugada del día siguiente[12] [13]
La luna tempranera de las tres de la tarde, moneda incompleta, cuarto creciente, especie de mancha transparente, extemporánea sobre el cielo brillante y azul, soplo de viento que agita el verdín y el calor, enmarcan la hora en la cual Luciano inicia la cochura del chipá, que alienta en un humo oloroso y blanco, volviendo constantemente la cabeza hacia el sendero polvoriento, esperando, como hace todas las tardes de luna tempranera.
-¿No llegó todavía?
-Ya te dije que no puede, que no va a venir más, contesta su mujer, mientras acomoda en el canasto, la primera hornada de la tarde.
-Yo sé que va a venir -insiste Luciano y aspira el sahumerio que brota del horno de adobe y arcilla colorada- ¡Vos qué sabés! Te digo que va a venir nomás, porque ayer soñé una cosa rara y seguro que es buen anuncio.
La luna premonitoria sigue desvaída en el cielo intenso de la tarde cuando Luciano saca la segunda hornada, tan apetitosa, que apenas puede resistir el impulso de meter uno de los panecillos en la boca. Lo detiene la mirada dura de su mujer.
-Hoy vendimos mucho -comenta ella-. El segundo canasto ya se acabó.
Luciano se rasca el cuello, torturado por los mbarigüí: -¡Cómo pican estos bichos! -exclama- Me parece que va a llover un día de éstos.
La mujer carga el aromático manjar en el canasto grande que trajo la chica. El bolsillo delantero del delantal abulta en billetes apelotonados y su cuerpo, ancho y ondulante, se mueve con lento vaivén de las nalgas, al caminar.
Volviéndose hacia el hombre que sigue dándose palmadas dice: -No te hagas ilusiones. Hace tres meses que sigue éste calor y no hay esperanza de que cambie. Mirá nomás cómo está el cielo... Esos bichos te pican de puro hambrientos.
Luciano ceba el tereré en la guampa ornamentada con sus iniciales.
-A mí me parece que no pasa otra semana sin lluvia. Hay muchas nubes: el sudor resbala sobre las mejillas del hombre y marca, en su rostro, una larga cicatriz rosada que se abre paso entre la polvareda que forma una segunda epidermis sobre su piel, antes de gotear en la camisa transpirada.- Te estaba contando pues ese sueño raro que tuve -le dice a su mujer sorbiendo la infusión. Yo no aparecía, pero había un perro blanco, muerto, que se caía de espaldas en un precipicio.
-Yo no entiendo de sueños -la mujer coloca el canasto sobre la cabeza de la chica y siente como le crujen los huesos raquíticos-. Esta es la última tirada -dice-. A ver si vendés pronto porque después quiero que levantes la ropa, antes que sea de noche.
Luciano deja la guampa a un lado y queda mirando el camino que sigue la muchacha. El apteraó, aplastado sobre su cabeza, se confunde con los cabellos desgreñados: -Va a [14] venir por ahí- señala con el mentón-. Vos no me creés pero yo sé lo que te digo. Ese sueño que tuve...
-¿Porqué no te levantás y hacés algo? -responde Gumersinda con voz agria-. No sé lo que te pasa por ahora. Vos sabés bien que no puede ser -se dirige al rancho balanceando las nalgas inmensas-. Luciano, dejate de soñar y vení a tomar cocido o qué, ¿querés? No sé lo que vas a conseguir repitiendo siempre la misma cantinela.
El hombre levanta la vista hacia el cielo y vuelve a bajarla hasta sus pies descalzos.
-A la pucha que no me dejas en paz...
-Si te dejo, vas a estar todo el día haraganeando en esa silleta y hay un montón de cosas que hacer. Mirá nomás cómo está la casa. Hace años que nadie le pinta y el catre ese donde duerme la ñorsa va a caerse un día de éstos. Tiene todos los tornillos flojos y vos, lo único que querés, es estar ahí, sin hacer nada.
-Le estoy esperando, nomás -responde Luciano sin abandonar la mirada soñadora.
Quedaron muy lejos, en el horizonte de los recuerdos, los días en que Luciano iba a los bailes pueblerinos, persiguiendo muchachas y trabándose en discusiones por asunto de naipes o polleras. Al juntarse con Gumersinda, dejó todo eso para trabajar en su capuera y en la producción casi industrial del chipá, que logró alcanzar renombre hasta en la capital. En esa época, Luciano era incansable.
Construyó el rancho y, cuando Gumersinda descubrió su estado de gravidez, el hombre duplicó la actividad de los hornos, contratando gente que lo ayudara a fabricar y a vender el producto, llegando a enviar cien tiradas por día, que distribuían las camionetas, provistas de altoparlantes, anunciadores del sabor.
María Isabel conocía a su padre por el olor a tabaco, mezclado con el aroma del chipá recién hecho y por las interminables frases cariñosas pronunciadas con voz gruesa, en la dulce entonación de su idioma ancestral. A los tres meses reían juntos, a los seis, ella gateaba entre las piernas de Luciano y las montañas de chipá, acumuladas en el patio y de las cuales, María Isabel, probaba algunos trocitos que derretía entre sus encías sin dientes. Por momentos, Luciano dejaba de amasar, introducir y sacar del horno los panecillos y se dedicaba a jugar, diciendo cuantas ternuras pasaban por su cabeza, a las que María Isabel respondía con largas carcajadas sin dientes, de puro contento, sin entender nada.
El día de su primer cumpleaños, la casa estaba completa, con olor a pintura fresca hasta en el patio, donde los árboles lucían un aspecto alegre después del blanqueo de sus troncos. El pueblo, unas treinta familias, fue invitado a festejar el acontecimiento, y desde las ocho de la mañana, el rancho reluciente, se convirtió en el centro del desfile multicolor de matronas engalanadas y señores que, al influjo de los aperitivos, convertían sus bocas en torbellino de risas o se dedicaban a relatar anécdotas gloriosas de los años de guerra, mientras sus mujeres atendían a los niños, el asado, los chorizos, las morcillas, yendo de aquí para allá y sirviendo las bebidas que corrían en abundancia. Para la ocasión, Luciano hizo traer ciento cincuenta docenas de globos en la variedad más increíble que pudo imaginar y, durante una semana, la chiquilinada se pasó inflándolos hasta sentir los pulmones empequeñecidos, la boca seca y las rodillas temblorosas, pero al llegar el gran día, colgaban del techo, en las ventanas, de los árboles, en cada rincón de la casa, hasta la carreta y los cuernos de los bueyes se adornaron con globos inmensos.
Después del chocolate (que Gumersinda preparó en una olla gigante de cincuenta [15] litros) y las chipitas con cada una de las letras del nombre de su hija, Luciano y los demás invitados varones, se sentaron a truquear hasta la noche. Se encendieron los faroles a querosén y a los sones de la orquesta, contratada en la capital, bailaron los jóvenes, que no iban a desperdiciar esa oportunidad que quizás no volvería a repetirse.
Cerca de las tres de la mañana, la nena despertó sobresaltada, con sus ojos negrísimos atravesando la oscuridad que no comprendía. Bajó de la cuna, cruzó el pastizal entre las parejas que bailaban, se acercó a Luciano que no la vio y siguió caminando, hacia el bosque, atraída por los miles de ruidos, apenas audibles, de los animales nocturnos y el crujir de la hojarasca, pisada por sus pies helados. Se internó en la maraña de yuyos y ramazonas fantasmales, en pos del llamado que la despertó del sueño. Cruzó el arroyo, dejó marcas de unos dedos pequeñitos en la arena blanca de la orilla y se perdió en la oscuridad indecisa de la madrugada del día siguiente a su primer cumpleaños.
Se dieron cuenta cuando la mamá fue a ver si la nena estaba mojada para cambiarle los pañales. Nadie supo decir nada ni la vio. Luciano y cuantos hombres podían estarse en pie, iniciaron la búsqueda desesperada de la niña que se internó en la selva, sin importarle los globos, ni la música, ni la torta de tres pisos, ni su futuro en el rancho junto a sus padres, ni nada sino el insistente requerimiento del bosque que la impulsó a mezclarse con la maleza, dejando impreso sus dedos redondos, en la arena del venero como prueba de esa extraña nostalgia.
Nueve días después, rendidos por la fatiga y Luciano presa de una angustia desconsolada, volvieron a la casa que aún tenía algunos globos, desinflados y tristes, colgados de las ramas dormidas de los árboles.
-Ha de volver -exclamó sentándose en la hamaca- una criatura así no puede irse tan lejos. A lo mejor se quedó dormida dentro de algún tronco, en el bosque, pero seguro que va a volver...
Gumersinda limpió la casa, quitó los residuos de la fiesta, salpicó con agua de balde el piso de ladrillos y salió al patio, respirando a pleno pulmón, mientras de sus ojos caían lágrimas silenciosas y en la boca, le daban vueltas y vueltas las palabras que necesitaba decir a gritos, sin hallar el cauce por donde dejarlas escapar.
-Va a volver uno de estos días -le contestó Luciano cuando ella quiso saber, después de siete meses de la desaparición si debía guardar luto por la hija-. Se viste negro por los muertos y María Isabel no está muerta, así que déjate de preguntar macanas.
Gumersinda encendió esa noche tres velas a San Judas Tadeo y rezó un rosario porque fuesen ciertas las alucinaciones de su marido. Desde aquel día en que fueron a buscar a su hija sin hallarla, le seguían persiguiendo las lágrimas y dándole vueltas en la boca las palabras que no podía pronunciar.
Volvieron a preparar chipá, el negocio anduvo bien y Luciano no recordó más a su hija hasta tres años después, el día de su cumpleaños.
-Hoy cumple cuatro -le dijo a su mujer.
-Cuatro ¿qué?
-María Isabel -respondió Luciano muy serio tenemos que preparar la fiesta.
-Pero si no está.
-Ya sé, pero ha de venir.
-No viene más, Luciano, te digo que no viene más. [16]
El hombre no le dirigió la palabra en todo el día, pese a los esfuerzos de la mujer, que procuraba reconciliarse con el marido, uniendo a él su dolor común.
Gumersinda sentía que las viejas palabras iban a brotar, mezcladas con el aire refulgente del campo verde, fresco, oloroso. Salir, aunque Luciano se negara obstinado a reconocer esa realidad, acaso superior a su capacidad de resistencia.
La hora de los mosquitos y el chillido de los grillos tomó a Luciano sentado en la silleta del patio, frente a los hornos sin humo, en melancólico trasluz de rojo fuego, que extendía los brazos, desgarrando el vientre de la selva. Estaba quieto, formando parte del crepúsculo que huía entre el alboroto desafinado de pájaros invisibles y los cambiantes matices de una naturaleza triste, con la camisa desabotonada, flotando en la brisa. Así lo vio su mujer, al acercarse con un tazón de chocolate que había pedido y le escuchó decir, en voz baja, las palabras que abrieron ante ella todo el universo de su desolación, las que durante años anduvieron revolcándose bajo el paladar de Gumersinda.
-Mi hijita..., mi pobre hijita -al tiempo que de sus ojos, fijos en alguna lejanía interior, caían dos lágrimas impregnadas de los reflejos del recuerdo, provenientes de la línea perdida del arroyo, donde quedaron las formas de unos dedos pequeñísimos.
Estiró otra silleta y se sentó a su lado, en la penumbra, bebieron juntos el chocolate, dejando pasar las horas, hasta que la oscuridad fue completa y sólo una espesa vía láctea de luciérnagas inquietas, emitía destellos intermitentes al reflejar, sobre la superficie del campo, el brillo de las estrellas.
Al volver la chica con el canasto vacío, Gumersinda la esperaba en el mecedor de mimbre, que se deshacía en chirridos, al arrastrar su cuerpo de matrona, para delante y hacia atrás, en una sucesión inacabable de vaivenes.
-Aquí te dejo la plata, la señora -dijo.
-Bueno, andá a bañarte ahora antes que haga más fresco.
Luciano se acercó a su mujer sentándose en el otro sillón.
-¿Qué estás pensando? -preguntó.
-Nada ¿y vos?
-Nada.
Permanecieron sin hablar, escuchando a la muchacha sacar el agua del pozo, el ruido de la roldana, su deslizarse de pies descalzos sobre la arena del patio, cómo vaciaba el contenido del cubo en la palangana grande, el chapoteo del líquido, alzado con las manos para mojar el cuerpo teñido de luna.
Casi podían oír cómo tiritaba al frío contacto y el deslizarse de la toalla sobre su piel. Se puso los zapatos, el vestido color ciclamen y fue a sentarse frente al portón. Recién entonces, la pareja de ancianos, se percató del largo silencio que los había envuelto en una tenue capa de armiño impalpable. Luciano encendió un cigarro, aspiró el humo de tabaco fuerte, secado al sol, recorrió con la vista las paredes del rancho vacío, cada hendidura, cada recova desconchada y, sin poder soportar por más tiempo el hábito que pesaba sobre sus años de esperar inútilmente el sueño de la juventud (1), dijo, dejando gotear las palabras:
-No vino, otra vez..., mañana puede ser.
-Puede ser, Luciano, puede ser -contestó su mujer y permanecieron silenciosos, mirando la noche, con los ojos tristes y desolados, que en aquella madrugada, se opacaron para siempre. [17]



Whisky & ice
[18] [19]
Le digo «Delcy» y ella me mira con sus ojos, negros y sin emoción, fijos en los míos, acostumbrados como están a mirar sin ver, con la opacidad que se les habrá contagiado del tiempo que lleva trabajando en esa whiskería -últimamente, si uno analiza bien, se da cuenta que las denominaciones de las cosas, los lugares, las personas y las actividades que se desarrollan o ellas desarrollan, han sido rebautizadas, con nombres más sofisticados y eufemísticos, a los que estábamos acostumbrados en mi juventud.
Así, a los advenedizos se los llama consecuentes, a los ursos, financistas. A los ladrones, estafadores, coimeros y otras alimañas afines, se les confiere la cualidad de portentos comerciales. A los chiquilines petulantes y mal educados se les dice conflictuados, a las casas de cita, moteles y a los quilombos, whiskería. Podría seguir mencionando nuevas designaciones de las viejas costumbres, usos y sitios, si no fuera porque me resulta fastidioso dar la impresión de ser un cínico de ingenio, lo que no soy, o al menos, ingenioso, aclaro, antes de recibir el comentario de algún avisado observador de los que hay por ahí. Solamente a las reas se les sigue llamando putas, sin retaceos.
Le llamo «Delcy» y me mira entre los destellos de las luces estroboscópicas, música beat y jóvenes in. Yo solía decir antes música moderna, nuevaoleros, etcétera, pero se quedaba sin entenderme, por eso, cuando dije «Delcy», no me asombró que me observara de tan lejos, con sus pupilas estáticas en el pestañeo de las luces, sin dar importancia a lo que oía, ni a la música beat del casetero, que desliza sus melodías entre los dedos de las parejas que bordean la pista donde nadie baila, absortas en las caricias preliminares, matizadas con las risas agudas de las mujeres.
Las piezas tienen luz roja, filtrada por los agujeros de los ojos y bocas de las máscaras de isopor que les sirve de pantalla y son toda la iluminación, cuando uno entra a los tropezones con la silla o la cama hecha por décima vez y me dice: -Tenés que pagarme antes
-No -respondo- mejor cuando terminemos.
-El patrón quiere que se cobre adelantado.
-Así no quiero. Te voy a dar después.
La música sigue sonando y llega algo diluida hasta nosotros. Ya no digo «Delcy». La acaricio y desprendo el bretel de su corpiño. Ella ríe, con esa risa opaca y afectada, de tanto andar en la penumbra.
-¡Si ya me conocés! -exclamo haciéndome el molesto- No sé porqué me pedís que te pague antes.
-El otro día me jodieron
-Aha... [20]
Me acuesto después de haber puesto mis ropas sobre el respaldo de la silla. Su piel desnuda adquiere la coloración púrpura que vomitan las máscaras. En el salón siguen las risas, las conversaciones en voz baja y los dedos que investigan entre las minifaldas, que exhiben muslos y bragas, teñidas de historias nostálgicas.
Digo «Delcy» pero no me escucha. Canturrea la melodía que atraviesa las rendijas de la puerta cerrada tras la cual, está otra habitación con su pareja, la latita de cerveza medio tibia sobre la mesita de noche, su ropa a un costado sobre la silla, la mediabombacha y las botas blancas, bajo la cama.
Cierro los ojos sin decir nada pues ya no es Delcy, sino una masa sudorosa de carne marchita unida a la mía, que desprende, al transpirar, su olor a jabón y perfume baratos, y me contagia esa languidez de su mirada sin vida, oscura, inerme a causa de los reflejos rojos que brotan de dos esquinas de la habitación. Hacemos el amor con rabia -lo digo así para no resultar chocante- como si cada acción, cada movimiento, buscara separarnos, con una intensidad en la que nada tienen que ver las emociones y tratando de lograr lo antes posible ese placer obtuso y alucinado, proveniente de ésta masturbación de a dos, en la cual, el último gemido está cuajado del sabor amargo aposentado en nuestra angustiosa soledad, más vasta y desolada tras esa cópula lasciva, que culmina en la caricatura grotesca de un orgasmo sin ternura, condicionado a los reflejos involuntarios de mi cesión.
No digo más nada. Enciendo dos cigarrillos y dejo uno entre sus labios. Vuelvo a dar una mirada accidental a las máscaras, que siguen brillando con su risa fija y repulsiva, al humo que sale de nosotros y se expande en el ambiente, como extoplasma de nuestros cuerpos y a la palma de mis manos, en las cuales, olfateo su aroma peculiar, antes de repetir «Delcy», en un susurro final que permanece colgado de las sombras.
Ella no habla. Mejor. Prefiero que siga así, de ser posible desde que la saludo hasta la hora de despedirme. Puede ser que un día me anime a decirle:
-Apagá la luz esa, por favor, no quiero verte -pero tengo miedo a que me mal interprete y se enoje conmigo. Pero me doy cuenta que comienza a ponerse inquieta. Va a hablar. Ya se levanta. Tiene las botas puestas. Saco del bolsillo un billete arrugado que le alcanzo sin abrir la boca. Yo sigo tendido para verla vestirse con prisa. Arregla sus cabellos largos.
-Vamos pues afuera -exclama, sin más preámbulos.
-Ya enseguida.
Es poco más de las once y empiezan a llegar otros hombres que, al encontrar pareja, forman extrañas figuras chinescas en la semioscuridad de luces estreboscópicas -digo bien, ahora. En un rincón veo a Delcy tomada del brazo de un tipo corpulento, cuya grasitud excede su cintura y cuelga siguiendo la circunferencia del vientre, por encima de los límites del pantalón. Yo tomo otra cerveza, sentado en uno de los divanes y la veo dirigirse hacia el cuarto que acabamos de abandonar. El gordo ríe y la abraza, como si quisiera aplastarla, Delcy, ríe.
-No, gracias, salí recién, nomás. Estoy tomando una cerveza nomás.
Parece frustrada cuando vuelve a la pista, con el gordo detrás suyo, serio y jadeante, observando a su alrededor, como si temiera encontrarse con algún conocido, tal vez, y enseguida escapa hacia la calle.
¿Todavía no te fuiste? [21]
-No. Estoy haciendo tiempo.
-¿Querés entrar otra vez?
-No.
-Dame un cigarrillo, entonces.
Va al encuentro de un nuevo cliente. Tiene buena planta y me alegro por Delcy -echa humo por los agujeros de la nariz y sonríe entre sus labios pálidos, los ojos negros, negros, clavan la vista atónita en los chisporroteos de las luces giratorias, las luces negras, las luces estroboscópicas o como quieran llamarlas mientras continúa la música, las risas y los ajustes de precio entre Delcy y un caballero muy elegante de traje y corbata floreada que fuma cigarro, mientras otro tipo se divierte introduciéndole la mano por debajo de la minifalda y canturrea, haciéndose el desentendido.
- ¡No pues! -dice Delcy y se vuelve a medias. El caballero la sigue al cuarto mientras el cargoso repite su juego con otra de las chicas.
Yo salgo dando paso a cinco muchachos barullentos que ahora llegan, con olor a alcohol y despedida de soltero. Salgo y voy, por las calles que me alejan de Delcy, que debe estar con el elegante, encamados, la corbata sobre la silla, su pollera sobre la silla, sus olores mezclados, impregnándolo todo y las botas blancas, bajo la cama. [22] [23]



La hija chica
[24] [25]
Cuando nació nuestra hija chica, vivíamos desde varios años atrás, en la casona que pertenecía a la familia de Estela, mi mujer. Teníamos ya cuando eso una hija de tres años y medio.
La casa era de una arquitectura bien arcaica, con un largo corredor yeré interno que limitaba el amplio patio central, dando al conjunto la apariencia de esas construcciones auténticamente coloniales cuyas vigas, exageradamente grandes y semipodridas, descansaban sobre una hilera de cariátides de mirada sonámbula, como fantasmas aburridos de tanto estarse ahí quietos, soportando la presión del techo decrépito, todo cubierto de moho, tela de araña y humedad.
No habían muchas piezas desocupadas pues, desde los tiempos del bisabuelo de Estela hasta la fecha, la situación económica de la familia hizo honor a aquél célebre aforismo de «abuelo panadero, hijo caballero, nieto pordiosero» y no sólo eso, ya que en realidad cambiaron mucho los tiempos, desde la época del bisabuelo al de sus descendientes, tíos y primos de mi esposa, que, en dos o tres generaciones, no dieron muestras de talento comercial y uno a veces pensaría que hasta de lucidez. Lo cierto es que uno a uno fueron refugiándose en el caserón, lo mismo que Estela y yo cuando nos casamos, y allí cada uno vivía o vivió, en esas piezas su propia vida, casi sin preocuparse de los demás habitantes del colmenar y hasta reaccionando con violencia a los muy escasos intentos de intromisión a las celdas de sus hábitos, por parte de los otros cenobitas, sea quien fuere el intruso, excepto, tal vez, la tía Carolina, a quien conocí poco antes de su muerte y me pareció la única persona normal de la casa.
Cuando yo llegué, quedaban dos piezas abiertas donde nos ubicamos con Estela y después Elena, nuestra primera hija. La habitación ocupada por el tío Jerónimo no se abría nunca y se le dejaba la comida en una banqueta junto a la ventana enrejada de donde la retiraba -no sé si él o alguna de las ratas que cruzaban de vez en cuando el patio. Las cinco piezas contiguas estaban cerradas, selladas con sendos pasadores de hierro, asegurados con candados grandes y herrumbrados. Estela me explicó que habían sido las habitaciones de otros tantos miembros de la familia que murieron muchos años atrás y que, a partir de entonces, no las volvieron a abrir, por orden de la tía Carolina, siguiendo la costumbre familiar. Ahora bien, la razón que motivara esa tradición no se me explicó ni yo insistí demasiado en averiguarla, tal vez porque soy poco curioso por naturaleza, o, acaso, porque en realidad, todas esas piezas cerradas, con sus pasadores cubiertos de telarañas, me produjeron siempre un cierto desasosiego que procuraba esconder, aún cuando no me considero de esas personas imaginativas a quienes de pronto se le ocurre tener miedo y entonces crean un miedo para terminar teniendo miedo de su propio miedo. [26]
Pero uno se acostumbra a todo o a casi todo, en realidad, y de a poco fui identificándome con el ambiente de la casa, y, lo que en un comienzo considerara excéntrico e irreal, terminó resultándome rutinario, como los conciertos de mandolín del tío Jerónimo, que, a veces, los iniciaba a las dos de la madrugada para acabarlos bien entrando el amanecer.
Cuando nació Elena, nuestra hija mayor y fue creciendo, quedábamos en la casona nosotros y el tío Jerónimo, a quien pude ver fugazmente la noche del velorio de su hermana, tía Carolina. Y fue después de la medianoche, cuando no estaban sino los parientes más cercanos (a la mayoría de los cuales había visto una sola vez, el día que nos casamos Estela y yo).
El tío Jerónimo apareció en la puerta de la pieza de la tía Carolina vestido con un camisón largo, llevando en una mano el gorro con pompón y en la otra, su mandolín. Estaba tan pálido como la hermana colocada en el cajón y eran muy parecidos, ojerosos ambos, la piel pegada a los huesos, los labios finos, la frente característica de la familia, alta y noble, coronada por una espesa mata de cabellos blancos que le llegaban hasta el cuello. Fue sólo un momento, pero los observé primero a él, después a ella y me corrió un escalofrío, como si se hubiesen repetido las imágenes y volvieran a ser uno solo. Pero el tío Jerónimo se alejó enseguida y la impresión de que por algún influjo mágico la muerta y su hermano se habían unido (sorbiendo el que aún vivía alguna clase de aliento postrer de la tía Carolina), desapareció y volví a estar en un velorio común y corriente, solo que no me abandonaba la impresión de que recién después de irse el tío Jerónimo, la tía Carolina se murió del todo. Un rato después llegaron, hasta los que permanecíamos acompañando a la difunta, las pulsaciones del mandolín y quedé dormido.
Al día siguiente cuando desperté, el féretro se encontraba cerrado y en la sala. Observé también que la habitación de tía Carolina tenía echado el pasador de hierro y colocado un candado grande, parecido a los de las otras piezas cerradas del corredor.
Cuando murió el tío Jerónimo, algo así como un mes antes del nacimiento de nuestra hija chica, yo no estaba porque había viajado al interior por un asunto de negocios. Sólo al volver me enteré del suceso y cuando pregunté, me contestaron que el mandolín lo llevó un tal Eusebio, un hijo natural que tenía el tío Jerónimo -me enteré ahí nomás aunque parece que todo el mundo lo conocía, ¡quién lo hubiera imaginado!- y, por supuesto, la puerta de su cuarto estaba cerrada, candadeada y ya empezaba a semejarse a las demás. Como dije antes, uno se acostumbra, a todo, aún a una casa como la nuestra de la cual se ha de pensar que es medio rara, con todas esas puertas sin abrir y esas estatuas-columnas y esos ruidos que uno escucha de vez en cuando, cuando se acomodan los goznes resecos o cae la llovizna negra del polvillo en que se va transformando el techo, por el comején, o cuando las ratas roen los muebles que quedaron encerrados en los cuartos hieráticos o cuando la argamasa reseca de las paredes se descorcha, agotada de años y agostada por el calor y la humedad. Bueno, lo cierto es que tanto Elena, como nuestra hija chica, alegraban mucho la vieja casona y se divertían de lo lindo, haciendo más ruido del que se habrá escuchado en ella en por lo menos cincuenta años.
Ni a Estela ni a mí se nos ocurrió abrir nunca las piezas clausuradas, en parte por parecernos sacrílego romper la tradición y, en parte, porque con las dos habitaciones que utilizábamos, la cocina y la sala, era suficiente espacio para nosotros y las niñas, pues si bien teníamos algunas comodidades como el juego de living y el televisor que le regalé a [27] Estela en nuestro aniversario pasado, los muebles apenas disimulaban los inmensos ambientes de casa vieja que, en realidad, eran demasiado grandes para nuestras escasas pertenencias.
No le dije nada a Estela, pero volví a sentir el casi olvidado desasosiego de otras épocas y una constante opresión en el pecho, a medida que iba creciendo nuestra hija chica, pero no le dije nada y, sin embargo, sabía que algo raro estaba ocurriendo, pues me daba la impresión de percibir una respiración profunda desplazándose dentro de las mismas paredes, agazapada tras las puertas y ventanas clausuradas, como si por entre las rendijas casi invisibles de suciedad, escapara el aliento áspero y pastoso de las piezas, tanto tiempo aisladas de la casa y de su vida cotidiana.
En realidad, al principio yo tampoco me percaté del cambio, porque después de todo, ella era una criatura como otra cualquiera, que deja sus zapatos en cualquier lado y se sabía que eran suyos por la forma que tenían y porque estaban uno aquí y el otro debajo de la mesita de la sala; o uno aquí frente al sofá y el otro a su lado, con las medias a medio metro una de la otra y de cada zapato, y cosas así, que se ven todos los días cuando se tiene una hija chica, y que a nadie llama la atención porque después de todo, esos desórdenes y rarezas son propios de las niñas. Y yo creo que ni ella notaba nada, porque seguía igual que siempre, un poco más llorona de lo que la paciencia podía soportar, a veces, un poco más cariñosa, cuando quería algo, o de balde nomás, dejando su muñeca en la sala, el portafolios de la escuela, en el zaguán, el guardapolvos en la mesa de la cocina y un cuaderno sobre la tele y la caja de lápices en la heladera, como hizo una vez y le dije a Estela cuando se enojó, bueno - ¡no es para tanto! si al fin de cuentas, ella es la hija chica... Me parece que fue Elena, su hermana mayor, quien lo supo desde el principio, pero no dijo nada, porque estaría aburrida de que nosotros no la entendiéramos y nos pusiésemos otra vez a recriminarle con eso de que porqué siempre tenía que estar en contra de su hermanita o era que no le quería luego y que era chica y no entendía todavía las cosas. A mí me parece que Elena se dio cuenta antes que nadie y no dijo nada, por eso.
Pero después el asunto se volvió más peliagudo. Ya no eran el guardapolvos, los zapatos y el portafolios los que aparecían y desaparecían por las habitaciones de uso diario en la casa y Estela empezó a llevarse cada susto que, al principio, le daba risa pero después ya no tanto, cuando empezaron a salir muñecas de tres ojos y piernas sin cuerpo recorrían en cualquier momento del día o de la noche el patio, taconeando con energía. Pero resultaba todo esto especialmente desagradable por la noche, porque uno, ya adormilado o durmiendo, a veces, se despertaba con el lógico sobresalto que corresponde al ver flotando encima de la cabeza alguna figura informe y alucinada, fosforescente en la oscuridad. Por supuesto, mi esposa y yo comenzamos a preocuparnos y le preguntamos a Elena si qué le parecía a ella que estaba ocurriendo en nuestra casa y, como hace siempre, primero nos miró de arriba y abajo y vuelta arriba, mientras de la cocina venía flotando una mano que asía el sandwich, que recién yo había preparado para cenar, y respondió, como la cosa más natural del mundo: -Tu hija chica está soñando ya otra vez -y salió al patio perseguida por dos piececitos de cartón pintado que, por las apariencias, pertenecieron alguna vez a una muñeca despedazada quien sabe dónde. Llegamos hasta nuestra hija y al despertarse nos dijo que sí, que estaba soñando precisamente eso. Todas las cosas insólitas desaparecieron y en la pieza quedó el desorden habitual de ropas y útiles escolares, que hay siempre [28] esparcidos en las casas, cuando sobra espacio o cuando se tienen hijas chicas.
Nos fuimos acostumbrando a ver cosas raras cuando nuestra hija menor dormía y la mayor se distraía, sin darle importancia a las plantas que surgían de las patas de las camas o a las cabezas que iban flotando en el aire, husmeándolo todo y hablando entre sí sin articular sonidos, y parecían de verdad y por eso fue que se asustó tanto la muchacha nueva, cuando estaba repasando la sala y encontró un cuerpo sin cabeza sentado en el sofá y unos brazos gesticulantes en el sillón de al lado. Pero se asustó tan grande, que tuvimos que pagarle el día entero y encima un taxi, porque temblaba que ni podía caminar, y eso que tratamos de explicarle que no había motivos para tener miedo, que era un sueño nomás. Lo cierto que se fue y después que nos ocurrió lo mismo con otras tres o cuatro fámulas, decidimos realizar nosotros mismos los quehaceres domésticos, aunque Elena protestó, diciendo que ella ya otra vez tenía que hacer cosas por culpa de su hermana y la otra porqué yo voy a tener la culpa y Elena vos sos la que tenés esos sueños que le asustan a la gente y la otra yo no tengo la culpa porque mis sueños le asusten a la gente.
Más adelante decidimos no salir más ni recibir a nadie. Ya por entonces la casa se había transformado en un manicomio y era de locos vernos a nosotros mismos paseando por el patio, por entre las estatuas cuyos ojos parecían seguir el movimiento de nuestros cuerpos imaginados, figuras que de pronto desaparecían tras las puertas cerradas y volvían a aparecer a nuestro lado o detrás nuestro, cubiertas de un polvillo gris, que olía a oscuridad y encerrona y que, supusimos, era el vaho existente dentro de las piezas. A veces nos encontrábamos corriendo de un lado a otro, buscando Estela mi yo real y yo buscando a la Estela real, mezclándonos tanto que, al final, no sabíamos si estábamos hablando entre nosotros o con un sueño de nosotros. Chocábamos con las imágenes y no se sabía si uno hablaba con sueños o con personas, pues unos y otras contestaban algo a las preguntas y hasta me conversaba a mí mismo y, de pronto, debía escapar dando saltos desesperados, huyendo de las grietas que se abrían de golpe en el suelo o taparme los oídos para no escuchar el ensordecedor lamento plañidero del mandolín, que sonaba todo el tiempo, y cada vez peor, porque nuestra hija chica se fue desinteresando de cualquier otra cosa que no fuera soñado y vivía durmiendo.
En un momento que estuvo despierta, cuando volvió el silencio y desaparecieron las figuras que nos venían acosando y la casa readquirió su aspecto agotado y triste y la vieja y pesada arquitectura de cariátides el mismo aire de estolidez en sus ojos vacíos, pude encontrar a Estela y le dije que llamáramos a un médico, pero ya la hija chica cabeceaba como un borracho, a pesar de los sacudones que le dábamos, y de sus oídos escaparon, aleteando, un enjambre de luciérnagas enloquecidas, acosadas por una espesa nube de libélulas que chocaban entre sí y, todas juntas, luciérnagas y libélulas, tropezaban con nosotros, queriendo metérsenos en la nariz, en los ojos, en la boca. La única tranquila seguía siendo Elena que no dejó de mirar la tele dando de tanto en tanto, uno que otro manotazo para alejar a los insectos.
¡Pero qué pasa! -exclamé asustado. Elena seguía viendo la tele cuando comenzamos a flotar con todo lo que había en la pieza y, a nuestro alrededor, las sillas, la mesa, el televisor, al que se asió con fuerza Elena para no perder un minuto de su programilla favorito y yo, pataleando cabeza abajo y mi esposa aferrada al velador que también se pone a volar. Le grito desde una esquina del techo. [29]
-Hay que despertarle a la hija, hay que despertarle a la hija- demasiado tarde. Entramos a girar en un remolino que nos acerca a su vórtice y me veo despedazado en miles de partes repetidas que se mezclan con los ladrillos de la casa, las tejas del techo, los pisos, las puertas cerradas, que son arrancadas con violencia, aumentando la furia de la tempestad e inundando el ambiente con el aliento pútrido de su encerrona, y, a través de los marcos, desencajados y pálidos, tengo tiempo de ver los rostros de los tíos y las tías sentados en sus féretros desteñidos, cubiertos de telaraña y polvillo, observándome un segundo, ojerosos e impávidos, antes de ser también absorbidos por el torbellino y ya no sé dónde están las realidades y donde las ilusiones al divisar, en el fondo del abismo, a mi hija chica que sonríe dulcemente a sus sueños de los cuales, ahora entiendo, entraremos a formar parte definitivamente.
P.S.
Ayer pasé por enfrente de la casa de nuestros vecinos y me pareció raro que la puerta cancel estuviera cerrada con el pasador de hierro, echado por fuera y un candado viejo y mohoso. No sabía que hubieran salido de viaje, a pesar que no les veía más desde hace dos o tres días. [30] [31]